La cabra no tiene cordura que perder y se sabe legendaria. Harta de ser tomada por ella misma, cansada de ser definida como tal, se embarca en un mar proceloso y seco, en un mar oxímoron que ha venido a caer en manos de la lógica. Está en las calles y está en los campos. En las carreteras. Está en los sortilegios de las brujas -abracadabra-, y está también en las rimas dolorosas. Algunas rimas le duelen a la cabra como sopas ontológicas. Cabreada, acab(r)a con todo lo que le rebana la carne. Muta de género, muta de forma, se toca las barbas, se mesa las tetas, rompe binomios, se ríe de Platón. La cabra cría una posibilidad al abrigo de cada cuerno y, prolífica, deriva en legión para bailar sus ritmos. Ya no se resigna a ser despeñada desde el campanario, esta vez viene a dar la campanada. A dar una fiesta de muerte, dionisiaca, que se funda con la vida, se levante de la tierra y, reinventada, se eche al monte, a nadar. Como Kafka el día que estalló la guerra.
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